Cuando un buen escritor de terror busca manipular la realidad, la intención final es la de romper la incredulidad del lector. Este es uno de los trucos sucios del oficio. Por supuesto me refiero a ese tipo de terror realista, no asociado al término fantasía oscura, en la que, además, se tiene que lograr una suspensión de la realidad. Una vez llegado a ese punto, dicho escritor debe escoger dos caminos principales: el sobrenatural, o el psicológico (ese otro terror, llamado cósmico, lo asocio al sobre natural).
Este último juega con las aberraciones, tanto de conducta como psicológicas (miedo a nuestros iguales); mientras que el primero apunta a un miedo simbólico, arraigado en la superstición, la tradición y las creencias (miedo a lo que es distinto a nosotros, foráneo en el sentido más extremo).
Una buena novela o relato, incluso puede llegar a jugar con ambos ramales, pero el creador ha de ser muy bueno manejando el tempo, las transiciones entre un camino y otro para no caer en un pastiche revuelto y caótico.
Como postura personal, considero ese terror ‘social’ más sencillo y fácil de manejar por parte del autor que el sobrenatural, donde la dificultad estriba en la susodicha suspensión de la incredulidad, en el saber activar los resortes inconsciente que todavía nos ligan como individuo a una irracionalidad instintiva, y que se mantienen más enérgicamente cerrados que esos otros instintos de supervivencia pura y dura, que son a los que se apela (de forma general) cuando se maneja el terror desde la perspectiva más realista. Por el contrario, el primero es más efectivo, y sobre todo el que mejor se adapta a la realidad cultural y social del lector medio actual.
Un buen autor debe saber valorar estas perspectivas, saber manejar los mecanismos de reacción del lector para cada caso, aquilatando y detallando, buceando en la psicología del lector.