Robert Holdstock conmovió a su manera el universo de la fantasía con su inigualable ‘Bosque mitago’. Pero no voy a hablar aquí de ello. Hoy entraré en su acercamiento al género del terror:
‘Muertes en el laberinto’ es una buena obra. Después de haber leído varios mamotretos infumables, supuestos exponentes de la nueva hornada de autores americanos, apuestas editoriales que en doscientas páginas no son capaces de decir nada… fue un alivio encontrar que Holdstock, en dieciséis, era capaz de tomarnos en vilo, arrastrarnos a un fascinante mundo donde el pasado más lejano y el presente se aúnan en las manos de un niño dotado de unos poderes perturbadores.
El creador hace bien su trabajo: teje un argumento de base imaginativo y original, y lo enmarca entre un ropaje de delicada emocionalidad, personalidades definidas e historias paralelas atractivas. Nos encontramos con un ambiente psicológicamente opresivo, la siempre extraña relación que se establece entre padres e hijos a nivel emocional, en este caso despojada de un tono acaramelado. La historia fluctúa a través de una angustia creciente, de un encadenamiento de sucesos de orden inexplicable a través del tiempo, sucesos que tienen su reflejo en las actitudes de los personajes, en su comportamiento y evolución personal, y que poco a poco van tomando una aparente pauta en apariencia definida, y que, al final, no lleva a un final inusitado, intenso y vibrante.
Una lástima que sea difícil de conseguir, como casi todas las buenas obras editadas por Martínez Roca en sus colecciones dedicadas a lo fantástico
Holdstock no puede escribir sin un contexto definido: Historia, pasado… mitología, elementos que penetran en el presente y que son vehículos sobre los que la fantasía se conduce. Estos, junto con un excelente manejo de los ambientes físicos, en concreto escenarios naturales, son pilares básicos, elementos con los que se acomoda y crea excelentes historias (Recomiendo vivamente su ‘Bosque mitago’ como ejemplo de una fantasía diferente)
Y recuerden, mi objetivo no es contarles el argumento, es sólo abrirles el apetito por nuevos y deliciosos bocados —a veces quitárselo, claro—, por ello nada de argumentos.
No hay nada mejor que encarar un libro con el ánimo ilusionado y la mente virgen.