Aprovecho la entrada de Emilio Bueso en su blog y me uno a él en la reivindicación de una figura olvidada, una de esas segundonas que no tiene nada de tal, silenciosa en su labor, casi eterna, inviolable, serena…
Me refiero al sacrosanto templo de la Biblioteca Pública.
Rincón de laboriosos, escondite de estudiosos, refugio de almas jóvenes en busca de esos primeros bocados que alimenten su hambre voraz de conocimiento, de mundo, de experiencia y vida.
Todos cuantos amamos la literatura hemos tenido y seguimos teniendo un especial afecto, un cariño concreto y profundo por estos edificios que son más que simples edificios, almacenes o depósitos, todos, digo, tenemos nuestras pequeñas historias y recuerdos. Las Bibliotecas son seres vivos, personajes peculiares dotados de un especial metabolismo, lento pero eficaz. Nos han acunado y acogido, nos han prestado parte de su esencia, hemos medrado en su interior polvoriento o aséptico, nos hemos vuelto un poco más adultos, adulto en el buen sentido de la palabra… más maduros e ilusionados.
Una buena biblioteca es, en una determinada época de su vida, el mejor amigo de cualquier hombre o mujer, casi un amante, siempre solícito, siempre dispuesto. Nos acercamos a ella temblorosos, pues tenemos la certeza de estar frente a la más amplia de la ventanas al mundo: entrada secreta a los universos de la realidad y de la fantasía.
Y esto sonará a cursilada, pero es una de las pocas cosas que tengo claras en la vida: cuando tenga la suerte de tener un hijo o una hija, en lugar de ir corriendo a sacarle su carné del equipo de fútbol de turno, en lugar de apresurarme a comprarle su consola, su juego o su DVD, le llevaré a la Biblioteca Pública más cercana y le haré su correspondiente carné… luego que él o ella decida.
Mejores amigos no se pueden tener.