Desgraciadamente, en España, la literatura de terror, al menos la que está creada de manera específica para ella, no de manera involuntaria, nunca ha sido demasiado apreciada ni ejercitada.
Estos días ando metido en la relectura de ese clásico que todo amante de este género de este país debiera también leer alguna vez: Historia Natural de los Cuentos de Miedo, de Rafael Llopis. El autor achaca ese desapego del que hablo a la nefasta influencia que los siglos XVII y XVIII tuvieron en nuestra cultura literaria; hablamos de una España abandonada, aislada culturalmente, fuera de las corrientes estéticas, sociales y filosóficas que discurrían en nuestros vecinos y no vecinos: neoclasicismo, romanticismo, empirismo, racionalismo… etc.. Hablamos de un país anclado en las ‘viejas costumbres’, supersticioso, misántropo, bruto y orgulloso. Un país en el que la incultura era signo, como dice LLopis, de virilidad, y donde cualquier entrada de aire puro era rechazado de plano, tanto por las clases dominantes (nobleza y clero) como por el vulgo, más dado a encontrar algo que echarse al gaznate cada mañana.
Pero para un más detallado análisis de esto de lo que hablo, les remito a dicho libro (ahora sólo presente en los circuitos de segunda mano, aunque debería haber alguna editorial que se atreviese a reflotar por su inteligencia, atino, carácter pedagógico y fascinante lectura)
Baste decir que la novela y el relato de terror modernos nacen de un ‘residuo’ que el romanticismo, con su reacción ante el racionalismo más asfixiante, deja en la sociedad: ‘la cultura popular’.
En España apenas ha existido ese concepto: cultura popular, tomado en su vertiente original. Nuestras clases dominantes siempre le tuvieron un encono especial a cualquier muestra de inteligencia, pues consideraban que una cantidad excesiva de reflexión crítica, de cultura, de atino, era perjudicial para la buena marcha moral del conjunto, y sobre todo para una mantenimiento a capa y espada de sus privilegios. La novela, el relato, son referentes puros de la cultura popular en el resto de Europa y en Estados Unidos: en ellos evoluciona, toma prestados elemento de su acervo cultural, roba, en algunos casos, elementos exóticos de otras culturas. Es un balón de oxígeno para el vulgo, una forma de afirmar su presencia, su influencia.
Aquí convivíamos con las vidas de santos, obras piadosas, un teatro gazmoño y una dejadez que apenas compensaban unos pocos autores, ahora consagrados por el paso de la historia.
Mientras: en Inglaterra se creaba la novela gótica, esta se desintegraba y mutaba hacia la novela policial y la de terror en su vertiente fantasmagórica —Maturin,James, Le Fanu, Bronte…; en Francia y en Alemania y demás países: Maupassant, Huismass, Balzac, Hoffman, Heine y otros muchos, se centraban o jugueteaban con el fantástico más o menos macabro, diabólico o numinoso; en Estados Unidos lo mismo hacían Irving, Hawthorne, Poe…
Y aquí, bueno, aquí mejor no llorar: teníamos la miseria, el orgullo, la ignorancia y la hipocresía. Las clases cultas haciendo ostentación de un elitismo vacío, de una verdad sobredimensionada y cerril.
¿Y ahora qué?
Parece que el fantástico resurge con fuerza, si no en el mundo editorial, sí en una nueva generación de creadores que se arriesgan, que hacen frente a los nuevos enemigos; por un lado de esa otra cultura popular facilona, circuito de superchería, chabacanería, cuchicheo, escándalo, cotilleo y fama facilona; por otro el elitismo cultural cerrado y experimental del academicismo que abjura del fantástico como un vampiro clásico del ajo, que se considera el portador del canon literario, luminaria única del desarrollo de las letras; y aún más, por al invasión de obras ajenas de calidad más que dudosa, pero de rápido yalto beneficio económico para las editoriales.
¿Qué será de ellos? ¿Qué será del relato, de la novela de terror en España a partir de ahora?
Les invito a comprobarlo.