Hace ya unos años que les hinqué el diente a los libros de sangre del amigo Barker. Tengo un recuerdo confuso: relatos que me marcaron, muy viscerales en el sentido de que tuvieron el mismo efecto de un puñetazo en la boca del estómago, y otros aburridos como una encíclica papal hablando del uso del condón. La sensación final es muy similar a la que me producen las historias de Robert Bloch, siendo estilos marcadamente diferentes, me entretiene, pero no acaba de penetrar como bloque, como autor, como un todo.
Este verano me fui a por Hellraiser, me senté en la terraza, pipa de agua y vodka con zumo helado al canto —si, en lo que respecta a la preparación de ciertos momentos de lectura soy un sibarita, y más si estoy de vacaciones— y comencé la lectura. El estilo de Barrer es sólido, no se me ocurre mejor definición en lo que a mi respecta, sin llegar a estar totalmente influenciado por la forma de narrar fílmica, dota a la historia de un ritmo natural que te impide abandonar la lectura. Barrer no se anda con chiquitas, explorador avezado, bucea en aquellos recovecos que pocos se han atrevido a explorar. Abiertamente juega con los vicios y pasiones contemporáneas: sexo, más sexo, violencia, ambición, deseo, engaño, flaquezas humanas, y más sexo… y juega sin contemplaciones. El terror es un terror, repito, sólido y contundente; cuando hace presencia salpica tanto el rostro de la víctima como el del lector. El terror es físico y se solidifica en el dolor; así, en esta obra, el dolor posee una cualidad dual. Por un lado es una necesidad, un deseo, un punto masoquista que une terror y placer. Por otro, no pierde su esencia destructora, desintegradora, con el miedo a la muerte como estigma final, péndulo que oscila sobre el personaje. Una dualidad que se ve personificada en cada uno de los Cenobitas.
Esto me confirma que es necesaria una relectura de esos Libros de Sangre.