Así comienza el relato "Cosecha de huesos", mi humilde aportación en la antología de terror español, Aquelarre.
Huesos.
Sólo huesos.
Un montón de ellos.
Lucas Cebrián no paraba de sacar huesos.
Adultos, unos pocos niños…, esqueletos completos y piezas sueltas.
Limpios y algo ennegrecidos por el color rudo del suelo que los acogía.
Los apilaba en la parte de atrás del cobertizo. Lo hacía con cuidado y respeto; imaginaba que en una situación parecida, a él le hubiera gustado que quien perturbara el sueño eterno, manejase sus restos con un mínimo de decoro.
Mes tras mes, año a año, Lucas peleaba con denuedo contra el destino que había heredado: una granja contagiada de lepra, en medio de un páramo insalubre donde sólo medraban los mosquitos, las culebras y las ratas; rodeado de una tierra estéril con la que había que pelearse para obtener algún fruto.
Y que sólo parecía querer germinar intermitentes cosechas de huesos.