Podrá haber vampiros adolescentes que reluzcan cual estatuas de Miguel Ángel a la luz del sol. Podrá haber hombres lobo edulcorados que roban el corazón de la chica en sentido figurado y no formal, como debería ser. Hasta, y esto es lo último de lo último, habrá zombies narcotizados por el romanticismo más barroco y desapegado que uno pueda imaginar. La capacidad de nuestra inventiva para retorcer los mitos, para dotarlos de una nueva máscara que solo hace quitarle la ropa a un santo, para ponérselo a otro, es exasperante a veces.
No me considero un purista. Si el giro es creativo, innovador, inquietante, o simplemente está bien hecho y no pretende engañarme, entonces disfruto como el primero. Si no es así, entonces abogo por un apaga y vámonos sembrando cizaña en las mentes adocenadas de los becerros seguidores de las tendencias porque sí.
Por suerte, y digo por suerte, siempre me quedara mi viejo amigo.
Da igual que lo imposturen, da igual que lo satiricen… nada puede con él. Está tan arraigado en nuestro subconsciente que inútiles son las armas de la mordacidad, del infantilismo.
Da igual, cuando surge y reaparece lo hace con la fuerza de la marea que arrastra cualquier dique, con la potencia del trueno cuando retumba y se mete en nuestras tripas.
Hablo del fantasma, del espíritu, de la condensación de nuestra duda con el más allá: duda en cuanto a su existencia y a su cualidad. El fantasma ha recorrido un largo camino, el espíritu del muerto, del no encarnado, llamémosle como queramos, es un viejo amigo de los amantes del terror. Siempre ha estado ahí. A veces protagonista, a veces secundario, sabedor de su capacidad, de su esencia poderosa e inquietante. Él, en cuanto a la creación hablamos, no es un oportunista, es un depredador inexorable. No nace como un monstruo de la sublimación de algunos temores, de la corporeización de inclinaciones, sexuales, violentas, de dominio. No, nace de algo que va más allá. Nace de una duda, de un vacío, del desconocimiento formal de nuestro destino. Nace de lo que no es porque no se conoce, y eso siempre es el más horrible de los abismos al que uno pude asomarse. Y por ello es más inmune al choteo, a la burla y la sátira; por eso suele salir incólume de ellas, y, llegado el momento, hacernos sentir el más terrible de los escalofríos.