Dentro del tono abiertamente desangelado que le di a la ponencia de la Hispacon, la Mitología del Horror. Hice alusión a un cierto paralelismo entre la figura del niño salvador, del niño conocedor, del niño puro… dentro de la literatura y el cine de terror, y su nexo con al figura del héroe mitológico. Hace poco, los que lo siguen lo sabrán, publiqué ene este blog una breve entrada hablando de la figura de los niños en las creaciones terroríficas. El círculo se ha cerrado esta semana con el visionado de ese clásico llamado ¿Quién puede matar a un niño?
El mundo del terror español le debe un homenaje a Chico Ibáñez Serrador. Su figura prosopopéyica es uno de esos baluartes en los que se escondió, y desde el que luego emergió, con fuerza y éxito, tan denostado género. Su labor en televisión fue encomiable, ofreciéndonos esas joyas que fueron las historias para no dormir. No menor influencia en nuestra generación, tuvieron todas aquellas películas que prologó con su estilo inconfundible, sus escarceos con la literatura… y, entrando en materia, aquellas que nos legó como creador cinematográfico.
De entre todas, emerge con una inquietante capacidad de sobrecoge ¿Quién puede matar a un niño?
Serrador, en realidad Juan José Plans, autor de la obra Juego de niños, en la que se basa el filme, se adelanta al menos en un año a King y sus Chicos del Maíz al crear una atmósfera de paradoja, al recrear un lugar en el que los patrones de conducta de los niños cambian por completo, trasladándose en el eje moral hacia el lado más oscuro y cruel. Abordada desde un punto de vista moral, como ya he dicho, nos pone en medio de una situación que conmueve nuestros principios éticos, y psicológicos más arraigados, aquéllos sobre los que pivota nuestro comportamiento en su esencia instintiva, obligándonos en cierto modo, como a los protagonistas adultos, a actuar en contra de lo natural y establecido cvomo correcto. Es este sin duda uno de los elementos de configuración del horror más efectivos que existe, la subversión del orden de las cosas, el cambio de papeles de lo conocido, sobre todo en términos emocionales y biológicos, esos que se nos dibujan como íntimos, indefectiblemente anclados a nuestros genes.
Un niño haciendo el mal de forma compulsiva e intencionada.
Esta conmoción psicológica, este reordenamiento apresurado de los principios y del comportamiento al que nos vemos obligados a recurrir como espectadores, se ven subrayados por el excelente uso del entorno. No solo la oscuridad y los ambientes cerrados son los únicos marcos adecuados para convocar al miedo. También el sol, el verano, los lugares abiertos, algo tan inocente y agradable como una playa mediterránea, ofrecen una referencia que, bien tratada, matiza y amplifica los efectos perturbadores del argumento terrorífico como tal. Uno llega a aborrecer el sol la luz, sobre todo el exceso de blancura de las casas del pueblo, símbolo extravagante de la pureza retorcida que destilan y esconden en su seno.
Quizá haya envejecido un poco mal, quizá en algunos momentos se abuse de un cierto efectismo (el juego de la piñata de los niños con el cadáver del viejo, la atonía exagerada de los chicos que los deshumaniza aún más si cabe). Aunque otros podamos definir algunas de esas escenas como poderosas imágenes cargadas de intención y osadía. Pero sigue siendo un referente del terror, junto a Los Chicos del Maíz, La Profecía y El Pueblo de los Malditos (de la que quizá en cierto modo beba en algunos momentos, obviamente en la versión inglesa del año 1962, basada en la novela de John Wyndham, The Midwich Cucos, 1957)