Hace unos pocos días, en un programa televisivo dedicado al mundo de lo sobrenatural, ocultos y sospechoso [véase ‘Cuarto Milenio’], se habló de las fobias y miedos que producen algunos objetos cotidianos e inertes: en concreto el tema se centraba en la figura de los payasos.
Apenas nada relevante que destacar, si exceptuamos la impresionante puesta en escena y presentación, en la sarta de obviedades y lugares comunes con las que los comentaristas y el director del programa nos castigaron. Tan sólo la relación entre el hecho de que el muñeco, el payaso, es un ser que usa una máscara, algo que oculta, que no nos deja ver el fondo real de las personas y por ende del universo…
Sin embargo no puede dejar de pensar en ello. La fuerza simbólica del payaso está ahí. En eso tenían razón; es una fuente de miedo e perturbación muy común, demasiado común. Conozco a mucha gente, conocidos, amigos y hasta familiares que sufren esta, si no fobia, al menos sí inquietud. La literatura y el cine (de terror) han explotado dicho símbolo a placer, con mayor o menor éxito.
¿A qué puede deberse, me preguntaba?
¿Máscara? Sí, podría ser una respuesta. La máscara es oculta algo que alguien quiere que no veamos, disimula, cambia el aspecto y por ende la personalidad. Ese alguien quiere engañarnos, y nuestro subconsciente nos impele a temer el engaño, a ser precavidos y preguntarnos por qué, con qué intención se nos quiere engatusar.
Sin embargo se me vino a la mente otra posible causa más centrada en el propio personaje del payaso.
El payaso es la trasmigración del bufón, su evolución histórica. Se le está permitido todo. En cierta manera un payaso no obedece a las reglas, las subvierte con el objeto de hacernos reír. Sí, un payaso destila ternura a través de algunas de sus acciones, pero no olvidemos que él también juego con la crueldad y el dolor, con la falsedad y el engaño. Todos recordamos esos gajs en los que un segundo personaje es objeto de todo tipo de barrabasadas, de acciones que en la vida real estarían mal consideradas e incluso serían reprobables y punibles. Existe una deliberada y rebuscada brutalidad en muchas de estas escenas ‘graciosas’, a lo que se suma esa especie de capacidad mágica para pasar por encima de las reglas materiales (no sólo las morales). Ese espectáculo alimenta y apacigua nuestros impulsos primarios, alimenta nuestro lado oscuro y doma nuestra propia tendencia hacia la crueldad. Por su puesto, en el momento que el espectáculo se acaba, salimos del circo, apagamos el televisor, las reglas vuelve a tomar el control, el exceso y la crueldad están sometidos al imperativo de la convivencia, de la ética.
Pero la figura del payaso sigue ahí, hincada como un paradigma de que es difícil desembarazarse. Y entonces se convierte en un intruso, en un peligroso compañero de habitación que en cualquier momento puede reaparecer, y con él su comportamiento impredecible, sádico y dañino. Es un perfecto foco de miedo, de inquietud, es poderoso, despiadado, habituado a buscar los puntos débiles y aprovecharlos… sólo que cuando está ahí, colgado de la pared de nuestro dormitorio, escondido entre otros peluches, al acecho, su compañero en los juegos macabros es uno mismo y no cualquier otro payaso.
Creo que ahí reside el poder de fascinación del payaso, esa fascinación negativa, claro.