Al creador de historias terroríficas le asiste el derecho de acogerse a cualquier baza para producir el efecto deseado. El terror juega con la base primaria de nuestro cerebro, cumple en mayor o menor medida con ciertas reglas de organización dictadas por la parte más racional y estructurada de nuestra mente. Pero su objetivo es llamar a la puerta de la zona más profunda, en la que reside lo irracional, lo instintivo y lo arcaico. Los arquetipos enraizados en es te nivel interior son el pan nuestro de cada día, y de entre ellos queremos destacar en esta entrada uno que por su particular sentido, en su perversión provoca todavía una más inquietante respuesta emocional en el lector o en el espectador.
Hablamos de la maternidad.
Nada más esencial, nadad más básico, parte fundamental de lo instintivo, de aquello que se fija inalterable en nuestra mente. La maternidad conlleva un de regla esencial: una madre ama y protege a su hijo por encima de todo, hasta por encima de sí misma. Así está codificado en los genes, en las neuronas que evolutivamente son más antiguas; de ahí que la ruptura de esa regla nos conduzca a la confusión y la sorpresa más absoluta. Se trata de la perversión de la regla más vieja del mundo animal, y quizá por eso en el imaginario popular el castigo que se reserva a esta violación sea en extremo escalofriante y perverso. Todo tabú tiene su, llamémoslo castigo, toda contravención de las leyes, sobre todo de aquellas que residen en la cultura popular, posee un castigo admonitorio, un coco preventivo que los creadores de terror han sabido usar.
Es en Centro y Sudamérica donde este arquetipo ha fructificado en el imaginario popular de una forma más terrible, nos referimos a la famosa “Llorona”, espectro irredento y maldito donde los haya. Es un personaje que poco a poco se va filtrando en el imaginario colectivo fuera de su lugar de origen.
Un personaje que creo poco a poco va a ganar relevancia