Hay que revisitar los clásicos, dejarse empapar por su atmósfera intemporal. Los clásicos exigen un trabajo extra. Debemos dejar de lado los condicionamientos sociológicos y culturales mediante los cuales canalizamos nuestra percepción y la interpretación posterior. Es como recuperar una inocencia perdida, a veces como bucear en elementos de nuestro inconsciente a los que apenas se le da importancia en el mundo actual.
Este fin de semana tuve la oportunidad de visionar “la máscara del demonio” de Mario Baba. Durante los diez primeros minutos me sentí incómodo, la narración no lograba atraparme del todo, luchaba por ello, de vez en cuando lo conseguía, para luego volver a alejarse… hasta que me di cuenta de que no era la narración: era yo, mi predisposición, la forma de abordar el cine, la narrativa, una perspectiva sesgada por la narrativa contemporánea. Una vez me zafé de ello, disfruté como un niño.
El filme de Baba no es perfecto, adolece de muchos defectos, una cierta inconstancia, un cierto histrionismo. Lo gótico se derrama desbordado, el dramatismo nos golpea con esa peculiar forma tradicional de narrar el miedo, la angustia. En realidad todo se derrama. Basta observar, dejarse fascinar por el exagerado aspecto de a protagonista, de ese exceso interpretativo (¿sobreactuación?) Barbara Steele. Basta sumergirse en su mirada sobredimensionada, en sus gestos, frases… en las escenas cargadas de fuerza que se suceden unas a otras.
Y sin embargo hay equilibrio, hay una armonía en todo este exceso. Resabio de las historias de la Hammer, una teatralidad atractiva que comienza por hacernos esbozar una sonrisa, y que luego nos penetra y maravilla hasta cierto punto.
En ciertos momentos recordaba la inolvidable“La caída de la Casa Usher”, la insania que se trasmite de generación en generación, el mal apegado a una genealogía como la hiedra venenosa.