En este momento ando escribiendo un par de relatos al mismo tiempo. Divido mi capacidad y mi tiempo. Uno de ellos es de esos que apenas ha necesitado de reflexión, de un esquema. Nació, como degusta decir a mí, de las entrañas, enterito; y sólo ha habido que redondear algunas cosas. El otro es de los que necesitan un cierto estudio, el detenerse en los semáforos, en los ratos muertos para diseñar esa estructura que dé forma precisa a la idea que disparó la inspiración.
En el primero juego con una de esas ideas recurrentes en mi exigua obra, la de un terror de origen incierto, un terror que parece no tener forma u origen definido, un terror del que vemos sólo sus efectos, y, a veces, no efectos directos, sino efectos en estados de ánimo o reacciones emocionales de los personajes; un terror en el que la atmósfera juega un papel fundamental a la hora de implicar al lector. Simplificando: llevar al extremo esa vieja ley del suspense y el miedo que dice que es mejor sugerir que mostrar.
Soy de los que opina que uno de los mejores métodos de hacerse con el lector es el de generar en el, a partes iguales incertidumbre y malestar. La incertidumbre dispara la natural curiosidad que le obliga a seguir leyendo, mientras que el malestar lo mantiene en el estado de atención y tensión necesario.
Además, si todo ello no viene acompañado de un cierto nexo emocional con el o los personajes, entonces nuestro trabajo puede no valer de nada. Esencial acercar al personaje al lector, ya no tanto definir su aspecto, su presencia inmediata, como su historia, sus secretos, pensamientos, dudas. Como un viejo amigo me dijo una vez, no desconfíes del poder de las confesiones a media voz.
En el fondo pretendemos focalizar la empatía desde dos puntos: la empatía que surge de la confidencia y la que se genera con el peligro que acecha sobre el protagonista.
Ya les contaré. Espero que este nuevo retoño tenga una vida plena como algunos de sus hermanos, que aparezca publicado en algún lado, y que ustedes tengan la oportunidad de leerlo