Hay cuentos de miedo, que no de terror, que insuflan su desasosiego con un retardo discreto y efectivo. Relatos que terminamos de leer sin levantar los ojos del papel, que nos atraen de una forma misteriosa, y que nos dejan, de repente, con una sensación de vacío, de necesitar un más allá. Es esa reacción del lector que quiere más, que necesita más.
Y pasan los segundos y un destello de perturbación ilumina con luz macabra nuestros pensamientos. El alma del cuento ha llegado a nosotros. El argumento ha madurado en nuestro interior, la lectura plantó una semilla de forma furtiva, una semilla que, en cuestión de segundos, germinó y que, al fin, ha florecido con el aroma del desasosiego, con pétalos venenosos de una belleza insondable.
Hay relatos de miedo que no necesitan golpear, se limitan a acariciar, luego sentiremos el escalofrío.
Nos encontramos aquí frente a uno de esos cuentos. Y es por eso que ni si quiera me molesto en hacer un breve sumario.
Shirley Jackson es autora, además de este cuento maravilloso, de la obra maestra The Haunting of Hill House, la Guarida. Obra que todo aficionado al terror no debe dejar de leer.