¿Qué hace que uno se ponga a escribir? Y más en concreto: ¿Qué hace que uno se ponga a escribir, así, sin más y por gusto, literatura de terror?
Supongo que todos los que creamos, o creemos hacerlo, nos hemos hecho esta pregunta de vez en cuando. Y ya puestos a suponer, las respuestas suelen ser de lo más peregrinas.
En mi caso debo decir que siempre he huido de esta pregunta. Y no por nada raro. Sólo porque no lograba concretar jamás una respuesta clara. Siempre acababa reduciéndolo todo a un peregrino “pues será porque me gusta”, o a un conjunto de tópicos enlatados del tipo “necesidad de aportar algo al mundo”, “sacar el universo interior al exterior”, “reinterpretar la realidad”… que era incapaz de creerme por mucho que me esforzara.
Para mí crear es una actividad placentera, sin más. Las historias germinan en mi cabeza como destellos, sin premeditación. Suele ser una palabra, una idea, un fogonazo. Poco a poco cobran vida, se organizan ellas mismas, sus personajes e intrigas. Reconozco que no hay nada que me agrade más que ver cómo, en el momento más extraño, surge esa solución, ese giro que rompe el nudo gordiano que retenía el desarrollo de una historia.
Raras veces releo lo ya escrito y terminado. Cuando lo hago, encuentro las historias extrañas y fascinantes, pero han perdido el nexo que las unía a mí mientras las iba pariendo. Es como si las hubiera escrito otra persona.
No sé bien porqué escribo. Menos porqué terror. Quizá debiera profundizar en ello algún día: ver qué es lo que hace que encuentre más sencillo expresar aquello que late dentro vistiéndolo con ese ropaje.
Quizá algún día.