miércoles, marzo 18, 2009

Queja silenciosa

La palabra más acertada que describe la sensación de fondo que domina a un aficionado a la literatura, y en concreto a la de género —de terror— es “desencanto”. A veces uno tiene la ocurrencia de que tras el apellido se esconde una gran suma de mediocridad mal disimulada. Llevo demasiado tiempo tragando basura catalogada como lo contrario. La percepción general es la de que, si el asunto está etiquetado y encorsetado en un dominio bien definido por el fandom, por el mercado editorial, por la costumbre… el nivel de exigencia se diluye como el buen alcohol en un mal combinado. El género terrorífico tiene muchas rémoras: sociales, artísticas, culturales, pero una de las fundamentales es su mayoritaria falta de calidad. Uno tiene la certeza de que todo vale: vale una buena idea, una idea supuestamente original, fantástica; u otra que juegue en los bordes del buen gusto, que juguetee con la polémica o sobrepase fronteras; sin olvidar aquellas otras, miríada insoportable, que meramente se quedan en un aluvión de párrafos cuajados de expresiones sombrías, de un goticismo trasnochado y vacío.
Y es que esto es algo perdonable en aquellos que dan sus primeros pasos. Todos hemos experimentado, copiado estilos; todos nos hemos dejado llevar por el frenesí que despierta una idea especial en nuestra mente creadora… Sí, pero debe llegar la hora en la que apliquemos un concepto que va más allá, un concepto que convierta una simple idea en literatura, a secas, sin apellidos:
Profesionalidad.
Y no hablo de vivir de la literatura, eso es difícil, hablo de aplicarse en serio sobre lo que se escribe, de no quedarnos en meros espantajos con los que pasar el rato y asustarnos de la misma forma que lo hace un niño de diez años.
Contar una historia es algo hermoso y laborioso; no solo se ha de tener en cuenta la musa, el ardor creativo, la imaginación desatada. También hay que aplicarse con esas otras cosas más serias, aburridas y costosas como son la gramática, el estilo, la ortografía, la corrección, el uso del lenguaje, el estudio de las tramas y de los personajes…
Tantas cosas que echo en falta en gran parte de lo que he podido ir leyendo a través de estos años.
¿Y a qué viene este exabrupto?
A que anduve leyendo los Cuentos de Ernest Hemingway, que ahora ando enfrascado con la deliciosa y profunda lectura de Torrente Ballester y sus Gozos y Sombras, a que apenas encuentro ejemplos así reflejados en los metros de anaqueles llenos de obras de terror y similares. Quizá no deba preocuparme, aparentemente los objetivos de ambas literaturas son paralelos, pero diferentes, pero el mero placer de la lectura, la introspección posterior, me dicen que no, que la calidad y el buen hacer, el genio—aunque sea en minúscula—, si se me permite, es tan necesario en un camino como en otro.