Uno de los formatos con los que más disfruto de las creaciones de terror, aparte de considerarlo el formato por excelencia, es el del cuento o relato, en cualquiera de sus variantes tanto de longitud, como de estilo. Con el paso del tiempo me he ido creando un gusto, ha ido adquiriendo manías que, a veces, en mi magna estupidez, considero directrices, aunque no sean más que excrecencias de eso llamado gusto o inclinación.
Me gustan sobremanera los relatos sobrenaturales de trama lenta, donde la tensión evoluciona, crece y se mantiene. No acaban de atraerme los cuentos experimentales que juegan con los instintos o los rincones oscuros de la psicología humana, aunque hay excepciones maravillosas. Pero, y lo he comprobado al terminar de releer la antología de Martínez Roca, El festín de las máscaras, cada vez me gustan menos esos relatos que basan su poder de seducción en una sorpresa final, sin más; no me llenna por muy imaginativos que sean, por muy elaborada que aparezca su catarsis… son creaciones que me aburren. Es como si el escritor se viera obligado, en casi todos los casos, a compensar su falta de buen hacer literario, su déficit de estilo, sus carencias lingüísticas, mediante un deslumbrante truco final de prestidigitación creativa.
Para ser un buen escritor de terror no sólo hace falta tener imaginación, empuje, pegada, también, como su propia denominación indica, hace falta ser buen escritor. Y eso se demuestra con un manejo del lenguaje, del tiempo, de la tensión, de los recursos estilísticos.
Cuando termino de leer uno de esos cuentos, como yo los llamo, tipo taponazo de champaña: mucho esfuerzo e ilusión para un sonoro taponazo y un trago que solo tiene burbujas, me encojo de hombros, me pregunto qué ha llevado a ese seleccionador a dejar en la cuneta a algún buen escritor, tantas buenas obras, sólo por ese fugaz poder de fascinación de una bengala tan brillante como perecedera.
Manías de viejo lector.
Manías al fin y al cabo, sólo eso.