Hay relatos que a uno le hubiera gustado escribir, y no, no hablo de aquellos que son famosos, o de una calidad literaria sin parangón, no. Hablo de relatos que son como uno tiene en la cabeza que se debe escribir cierta historia, que se adaptan al germen de cómo tiene que ser eso del escribir que el aprendiz tiene en la sesera al enfrentarse a la página en blanco.
En este caso les voy a hablar de Los hijos del reino de T. E. D. Klein, narración que aparece en El segundo gran libro del terror, de Martínez Roca.
Hay cosas difíciles de hacer cuando uno se pone a escribir este tipo de historias: la primera es la de transportar a escenarios contemporáneos ideas, historias que beben de una tradición cultural, de una idiosincrasia histórica y estilística muy anterior. La otra es la de hacer aparecer esas ideas como novedosas y no como antigüedades acartonadas, imaginería pulp desfasada y casi risible.
Hablamos de un pueblo viejo, de una nueva concepción mítica del origen del hombre de una raza maldita desde los tiempos remotos, castigada por los dioses… todo con un aire muy lovecraftiano, muy bizarro.
Hablamos de una ciudad, NuevaYork, vista desde una perspectiva diferente, una ciudad oscura, de rincones inesperados, con secretos.
Hablamos de cómo mezclar ambas ideas sin caer en un relato pulp e infantil. T.E.D. Klein nos conduce por las calles de
El reto de hacer creíble lo increíble, de sembrar la duda, la piedra de toque de cualquier autor, es eso de lo que hablamos, es eso lo que vemos y agradecemos al terminar de leer el relato.
Lean , déjense llevar por la aparente ironía del escritor, que parece que no se crea ni él mismo lo que insinúa… hasta que lo mejor es dejar de reírse; déjense llevar a un final sutil, sin paroxismo, uno de esos finales que explotan minutos después de haber terminado la lectura, como esos viejos vinos: que ofrecen lo mejor segundos después de haberlos bebido, cuando saboreamos el poso que ha quedado en nuestro paladar.
Lean, lean, y no olviden revisar esos rincones olvidados en el sótano.