El murmullo recorre la pequeña plaza a oleadas asimétricas, la luna llena parece tener alterada a la gente, la del pueblo y los que hemos llegado allí de fuera. Hace calor, demasiado para una noche de Semana Santa como esa, y más porque estamos apelotonados unos contra otros, expectantes. Los protagonistan van llegando, unos con su tambor, otros con el resuello entrecortaddo, a duras penas sosteniendo el pesado bombo. Van de negro, de arriba a abajo, hasta los pies, como enlutados, pero en sus ojos no se lee tristeza, no, su expresión más bien contiene un imperceptible germen de pasión en forma de ansiedad. Miran el reloj del ayuntamiento de reojo.
A lo lejos se escucha el redoble pausado de un tambor acompañado por el gañido cansino de una corneta, la gente baja la voz; no, no va a empezar todavía, es el preludio. Por una de las calles laterales, entran a la plaza una docena de soldados romanos de cartón piedra. Nos apretamos más para dejar que esa suerte de cohorte de imitación llegue al centro de la plaza sosteniendo una cruz sencilla con un crucificado preñado de dolor. Los petos son de latón, las botas de un chillón color verde; pero da lo mismo, en sus facciones está esa dignidad de las grandes ocasiones, de quien se sabe actor y protagonista de un evento importante.
Ya falta menos. Van a dar las doce. La corporación municipal nos observa desde su lugar de prerivilegio: el balcón por el que asoma ahora uno de esos soldaditos romanos.
La gente comienza a chistar al de al lado para que se calle, el silencio es como la onda de un estanque, bueno, como cientos de ellas: se extiende, nos abofetea y con resolución apaga los restos del murmullo que aún sobreviven en el aire.
Los de los tambores y bombos sudan, se miran; hay sonrisas nerviosas y rostros cargados de concentración y serenidad. Algunos acaricián la piel tensa de su bombo, el plástico transparente del tambor, es como si buscaran en él una vibración adelantada, como si quisieran transmitir al objeto parte de su tensión.
Silencio.
El reloj da los cuartos, tañe una vez y otra, así hasta doce.
Suena la corneta.
Y la hora se rompe con ordenado estruendo. El suelo tiembla, mis manos tiemblan, mi tórax tiembla, el aire tiembla. El sonido ensordece recorre en un suspiro la amplitud claustrofóbica de la plaza, nos aplasta con su energía; pero no nos equivoquemos, es agradable, en un estruendo hermoso, armónico. Las manos suben y bajan, los rostros muestran el éxtasis. Quienes protagonizan la rompida, por mor de un destino ineludible, han hecho que su corazón deje de latir, y han transmitido esa esencia vital a sus bombos y tambores.
Ya no late el corazón, laten los tambores.
Pasan los minutos, y el estruendo no cesa, el aire está inundado por una energía especial, animado por una fuerza periódica. A veces la intensidad sube, otras baja, a veces se desordena un poco, para luego recuperar su compostura con renovado brío. El sonido tiene vida propia, alma.
Ha pasado media hora y nadie ceja en su empeño de reventarse la mano contra el bombo, el espíritu contra el tambor; hasta los niños están contagiados de esa pasión pagana. Porque esta es una devoción intemporal, un rito ancestral que trasciende creencias. Es el trance del chamán, el baile ritual, el sonido que conduce a los dioses o nos baja a los infiernos en busca de algo que nos haga comprender el mundo.
Es el latido de la Tierra; yo lo siento así.
Web Ruta del tambor y el bombo
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