La creación de género terrorífico tiene desde siempre una estrecha e íntima relación con los niños. Niños y terror forman un gran tándem alq ue pocoas autores se han sustraido. Y no importa cuál sea el lugar que estos ocupen en la narración o filmación: víctima o verdugo.
Como víctimas es muy fácil empatizar con ellos y así meternos en la historia de pleno, sin esfuerzo: son niños... Con ellos que sucede lo mismo que con un cachorro de perro o de gato, hay algo en nuestro cerebro, atávicoy primario, que nos impulsa a la protección, al mimo, a la defensa. Añádase a esto, y no sé bien la causa —daría para un sesudos análisis— que siempre resultan más listos, más coherentes y cuidadosos que sus compañeros adultos. El niño víctima es un rival de cuidado para el elemento maligno de la historia. Quizá sea porque de forma inconsciente sabemos que hay algo en él que le pone más cerca del mundo irreal, sobrenatural, o roto, que se define en cualquier historia de terror; algo en su forma de ser que le hace moverse con facilidad en ese universo en el que la racionalidad, estúpida y fatua, del adulto es más un lastre que una ventaja. Y eso es una prerrogativa, un arma poderosa: conoce a tu enemigo y muévete sin ideas preconcebidas.
Y no digamos el niño como verdugo, como portador, heraldo, participante o protagonista del mal. Asistimos a la ruptura de la realidad natural, la quiebra de una de las reglas sociológicas más fuertes que existe. El terror juega con esas fracturas, las usa con mano experta, grietas por las que se cuela lo imposible, lo perturbador, y nada más perturbador que una criatura, por lo común inocente e inofensiva, dotada de la malvada inteligencia, de una voluntad firme y destructiva, de unos ojos cándidos y una sed de sangre y destrucción no contaminadas por ninguna educación.