Hay arquetipos que perviven en esa parte profunda de nuestro cerebro que entronca con lo animal, con lo irracional. Son personajes, situaciones… una suerte de mitología de segunda que, cuando surge en una situación normal, nos conduce a una sonrisa aguda, cargada de sarcasmo, pero que, cuando aparecen deslocalizados, insertos en una mecánica emocional y primaria, conducen al escalofrío y la inquietud al menos durante unos preciosos segundos. Luego reflexionamos, nos redituamos y volvemos a reír nerviosos y más controlados, preguntándonos cómo demonios nos hemos dejado asustar por una cosa tan estúpida.
Ya desde tiempo inmemorial los caminos, las encrucijadas, han sido moradas de criaturas inanimadas, de apariciones, espectros y dioses. Quizá nos encontramos con la transposición a una situación real de un estado de fragilidad asociado a cualquier tipo de transición. Camino es sinónimo de no estar en ninguna parte, de caer en un limbo de indeterminación que genera una debilidad que nos expone a ciertos ataques. No estar en ninguna parte genera un vértigo existencial que abre las puertas al miedo a lo desconocido. Una de las leyendas urbanas nacidas al albur de esto es la de la mujer, hombre o niño de la curva. En la nueva mitología urbana, estas apariciones fantasmales gozan de un salud espléndida, de una capacidad recurrente de afirmación y asombro. Es quizá uno de esos descubrimientos que la literatura y el cine de terror a llevado hasta un estatus de folklore universal. Representan aquello que nos acecha, el mal que germina en lo indeterminado y que no podemos controlar. La chica de la curva es un ser apático, un ente que avisa del peligro inherente al cambio, no es malvada en sí, tan sólo un mensajero espectral, portador de malos augurios. Quizá en ello resida su poder de seducción, en esa total falta de intención, en su existencia repetitiva de heraldo trágico.