domingo, febrero 17, 2013

Noche de insomnio

Uno se ve sometido a ciertos vaivenes creativos en más ocasiones de las que desearía. Es el sino del escritor no profesional, de aquél que tiene que sacar tiempo (y ganas) de donde sea para ponerse a escribir y crear. Tal y como se ha visto, o no visto, hablando literalmente, en este blog, ha sido una de esas largas ocasiones en las que el silencio y la desgana han superado a las magras intenciones y los buenos propósitos. Quizá se deba a la absorción del trabajo, a la mera y simple pereza que, a veces, nos atenaza a todos, a una cierta extenuación, a la falta de ideas... Solo sé que lo intentaba, pero no era capaz; era algo que notaba, sobre todo, cuando trataba de retomar la novela con la que ando a vueltas. Y es que había topado con un risco, con uno de esos muros que aparecen en la narración, en los que la mera tenacidad apenas valía nada, donde solo el destello de la inspiración podía ser el único estimulante. Ahí estaba la escena a medio terminar, deshilachada en mi mente, roca virgen a devastar. Escena dique, escena maldita, plasmación viva de mi sequedad creativa.

O no era la escena, esa escena concreta de esa novela a medio terminar: eran todas las escenas, de todas las historias

Inspiración que se negaba a salir de su madriguera.

La incapacidad, la visión del folio en blanco, generan una frustración que crece por dentro, que consume con lentitud y afán el ánimo, la alegría, que agostan la intención, la disposición y la necesidad. En momentos así, uno se plantea abandonar y dejarlo todo.

Escribe, me decían. ¿Has escrito ya algo? preguntaban los amigos, lectores ocasionales. Y la respuesta era una serie de excusas vagas, lugares comunes, sonrisas amargas y largas, muchas largas. Luego los remordimientos, la disposición, el intento, la negación, la virginidad inmaculada y dolorosa del papel (pantalla)

Y el tiempo pasaba.
Pasaba sin más.

La historia da un pequeño giro, giro necesario.

No soy de los que suelen sufrir insomnio. Lo contrario, el sueño y el agotamiento suelen ser  enemigos omnipresentes a la hora de acostarme, cuando trato de sacar tiempo para leer con tranquilidad. Esa noche ni siquiera hice ademán de coger el libro de la mesilla. El cuerpo estaba agarrotado, los ojos llenos de arena... apagué la luz a la espera de un descanso reparador. Había que madrugar además.

Insomnio. No recordaba lo que era. La tenaza firme sobre tu conciencia, la gelatina que ahoga la necesidad... Notas cada latido de corazón percutiendo como un martillo neumático, cada susurro como un grito impreciso, cada reflejo como un destello cegador... Si no los hay, los buscas ansioso... y el cerebro, maldita máquina que de vez en cuando siente la necesidad de ir por libre, acelerado, inconexo, a lo suyo. Uno no piensa en esos momentos con coherencia, con la necesaria integridad, piensa sin pensar, el cerebro va por libre, solo percibe el sueño, lo ve, lo acaricia... lejos, muy lejos, como en las pesadillas en las que uno trata de correr y el aire se espesa o las piernas flaquean y el avance es irrisorio.

Una vuelta, otra. Un trago de agua..., respira, trata de darle profundidad y ritmo a la respiración. Joder, la mente, ponla en blanco, no pienses en nada, sobre todo deja de pensar, tío, que eso no es pensar, es desbarrar. No te muevas, mantén los ojos cerrados, a ver si así, con ese magro sortilegio espantas la marea confusa en tus neuronas y convocas a Morfeo.

Una hora, otra..., o no ha sido una hora. Porque el tiempo juega a lo suyo: solo ha sido un instante, unos minutos cortos, pero dilatados hasta la desesperación. La relatividad del tiempo es una nueva tortura a añadir a la larga lista de padecimientos del insomne.

Entonces tomas la decisión. ¿No quieres estar despierto? Pues despierta del todo, no malgastes el tiempo, no molestes a la persona que tienes al lado, roncando suavemente, plena, feliz, con esa expresión de satisfacción que quieres para ti.

Mi galga me vio acercarme. Estaba enroscada sobre si misma en el sofá. Sus ojillos me interrogaban, ella curiosa y confusa, más confusa todavía cuando me tumbé a su lado, a la vera de su calor animal, tan grato en ea noche fría. Quizá así, al ritmo de su respiración, pudiera espantar la vigilia. Y de nuevo el tiempo con su elasticidad absurda, de nuevo una media hora que solo resultó ser un puñado de minutos en penumbra e incomodidad. De nuevo las ideas en un torbellino, físicas, palpables, tan sólidas como las aspas de una batidora. Tara, así se llama la galga, incómoda por mi abrazo, por mis continuos cambios de postura, me dio un par de lametones en la cara y se apartó: venga ya, tío, te quiero mucho, pero te estás pasando, déjame en paz. La acaricié y le pregunté si ella sabía cómo lograr espantar el revuelo de mi mente que ha aparecido de la nada. No fue capaz de responderme..., su silencio canino fue el punto de inflexión. Fue entonces cuando decidí hacer caso del tornado interior, de centrarme en el, de observarlo y estudiarlo.

Es la escena. la maldita escena. Mi cerebro la reconstruye, la anima, la atenaza y la ordena.

Ahí está. Sin más, sin ir a buscarlo, inconsciente y sobrenatural.

Enciendo el ordenador, me hago una pipa de agua a toda prisa. Busco una emisora en internet con música clásica, no sé por qué, pero necesito música clasica de fondo. Me decido sin pensarlo mucho por los Románticos y, tras cerrar la puerta de dormitorio y encender la luz del salón, me siento en la silla, aterido, sin hacer caso al helor, incrédulo y quizá sin esperanzas.

Abro el archivo, voy al final: al punto y seguido, a la coma, a la frase..., no sé, no lo recuerdo. Cojo aire. Y sin más dilación todo brota, el atasco se volatiliza, los diálogos fluyen, los personajes se cuajan con coherencia. Y es entonces cuando el tiempo coge su devenir normal, cuando la interpretación subjetiva de su discurrir desaparece. Son dos horas, dos horas de verdad, de palábras,de párrafos, de borrar y crear de nuevo; la pipa se ha consumido sin casi haberla catado, y de la nada., de una supuesta nada, nacen unas dos mil quinientas palabras que finalizan el capítulo e inician el siguiente, que conjuran el insomnio y que me parece que me han dado a dar alas, inspiración y energía, una energía reposada, domeñada.

Respiro satisfecho. Estiro mi espalda dolorida. Me levanto, le doy un beso en el cogote a Tara, la acaricio y ella como hacen todos esos viejos amigos nuestros, que saben cuando acertar, se yergue, me da la pata y me lava la cara a lametones durante un rato. Luego se tumba, suspira, da un par de vueltas, se vuelve a enroscar (como un bicho de veinte kilos, de patas kilométricas, es capaz de reducirse a la insignificancia, a un volumen compacto y diminuto con tan poco es fuerzo) y se hace una pelota cálida hundida en la comodidad del sofá.

Apago el ordenador. Sonrío satisfecho. Mi mente está limpia como un atardecer al lado del océano.

Duermo