La locura, en cualquiera de sus vertientes, ha sido y será siempre uno de los más eficientes mecanismos usados en la literatura de terror. La verdad es que, si observamos con atención, se ve que hay una que se encuentra sobredimensionada. Se trata de aquella que cede el protagonismo al psicópata, donde el terror surge del miedo a la muerte que se nos viene encima, del susto ante la súbita aparición del asesino, de la aprensión ante sus delicadas o sangrientas formas de acabar con las víctimas, de una identificación con la víctima. Es obvio que se trata de un elemento al que es fácil sacarle partido dada su simpleza y efectividad.
Sin embargo no es en esta vertiente en la que quiero detenerme.
Hace poco terminé la lectura de Shutter Island, de Denis Lehane. No se trata de una novela de terror —tampoco se adapta a la etiqueta que envuelve al género negro, que es aquél que cultiva generalmente el autor (p.e. Mystic River)—, sino más bien de un thriller bien montado en el que encontramos ciertas escenas, a mi parecer dignas de una buena obra de terror. En esta obra el elemento seminal es la locura, pero aquella locura que va de fuera a adentro, no la que se desparrama sanguinolenta y destructiva hacia el exterior. Hablamos de una de las peores locuras que se me ocurre, aquella que conjuga la pérdida de la propia identidad, con la perdida del sentido de la realidad.
¿Soy yo quien creo que soy?
¿Es lo que veo real o es solo una mera creación de mi mente enferma?
El psicópata no se molesta en realizar una introspección. La realidad es la que es, él es como es, sin más. Es un hecho aceptado que trae unas consecuencias asociadas. Pero qué ocurre cuando la locura es una inquietud, una posibilidad ofuscada, cuando el loco no sabe si es cuerdo o loco, cuando su realidad le dice que no, pero la realidad de quienes le rodean le dicen que sí aportando pruebas fiables, sembrando una duda dolorosa y constante.
El desasosiego del protagonista nos envuelve como lectores, haciéndonos dudar, planteándonos la cuestión acerca de si nosotros mismo nos hemos planteado la comprobación de aquellas cosas que damos por reales y firmes en nuestra existencia. La capacidad de nuestra propia mente para manipular la realidad se destaca como algo perturbador. Una parte de nosotros mismos puede descontrolarse y tomar el mando.
Y lo peor, no es que esto sea así, que la locura nos domine, no, lo peor son esos breves momentos de lucidez: instantes en los que la verdad se desliza hacia la inmediatez de nuestra percepción, confrontándonos ante una posibilidad terrible, ante una disociación, ante una disolución de nuestra propia identidad más íntima.