Hay depredadores que esconden su esencia asesina, que la diluyen y mimetizan para darse un aspecto confiado e inofensivo. Se ponen a tu lado, te acarician, te embriagan y aturden con un ritual exquisito y sutil. Quizá intuyes algo, una parte de tu ser, íntima, te previene, te llama a huir, pero el poder de seducción de esos ojos es sobrecogedor, intratable. Cuando te has dado cuenta, ya es demasiado tarde, su abrazo mortal ha hecho presa en ti; sientes una laceración, un postrero pinchazo de infinito dolor. Luego la negrura, el vacío.
Este relato de Jackson actúa a así. Te arrulla, te fascina, te dejas llevar por su ritmo pausado y bucólico. Pero sabes que es un relato de miedo, sabes que el germen de lo maligno anda suelto, se esconde ahí, entre esas frases inocentes, tras esas imágenes inofensivas. Llega un momento en que crees intuir por dónde va a venir el abrazo de sobrecogimiento... sí, una vaga penetración en el futuro.
Y cuando llega, te sacude; la conmoción tarda en penetrar con todo su vigor, pero ya está dentro de ti; te ha cogido.
Respiras. Te permites una sonrisa: una sola sonrisa fría de reconocimiento, de admiración.
Es lo que tiene leer un buen, un magnífico relato.
El terror se esconde en la mayor de las inocencias, el terror bulle y germina en cualquier situación, hasta en la más casual de las acciones.
Lean, lean... y cuidado con los juegos de azar