¿Importa conocer cuál va a ser el final en una historia de miedo? La gran mayoría de nosotros pensaríamos, es más, afirmaríamos que sí, que importa, que influye. Pensaríamos que el miedo, la sensación de angustia, inquietud, hasta pánico poseería otra cualidad, una cualidad menos perturbadora y poderosa.
Y sin embargo, a veces, en casos concretos, sabemos cuál va ser ese final; lo sabemos, después de haber leído, visto, escuchado la mitad, un tercio, dos, de la historia, y aún así el terror penetra con la misma precisión de un bisturí afilado.
Eso sucede con “la habitación del niño”, la contribución de Álex de la Iglesia a la serie de películas para no dormir. Después de haber visto casi todas, sin ningún género de dudas, puedo afirmar que es la que introduce el miedo en quienes la ven de una forma más intensa y desasosegadora.
Esta historia es un buen ejemplo que nos permite discutir acerca de los pequeños detalles que diferencian historias de terror similares en su efecto final:
Una de ellas es la presencia de elementos cotidianos, elementos que no son comunes a historias tópicas y manidas, elementos modernos: recordemos la hornada oriental, tanto en literatura como en cine, con una cinta de video, un teléfono móvil... es como si el autor se aprovechase de la novedad para hostigar mecanismos del miedo hasta ahora no pulsados. En este caso hablamos de un simple “escuchador para bebes”. Esos elementos del día a día, si son manipulados con maestría consuman una reinterpretación de la realidad que vivimos, tranquila, sin sobresaltos, afable, abriendo una rendija a esa irrealidad que no es más que un chiste, un chascarrillo de hoguera de camping, de noche de pijamas y alcohol.
La siguiente tiene más que ver con un elemento, llamémoslo de catalizador. Una historia de miedo, bueno, las historias de miedo, normalmente usan una serie de elementos que se repiten de manera incesante, abusan de la ingenuidad del personaje en sus reacciones ante el entorno que produce el terror: ¿Subiríamos por la escalera si oyéramos ese ruido? ¿Bajaríamos al sótano? ¿Abriríamos la puerta o compraríamos veríamos esa cinta de vídeo que comunica con una realidad terrible? Vemos, leemos esas historias y, a pesar del miedo que nos produce el buen hacer del autot, siempre nos queda ese asidero de realidad... no, de realidad no, sino de tranquilidad que nos hace sonreír a la vez que temblar
De lo que hablo es de ese noventa y nueve por ciento de la historia; pero, de repente, aparece ese otro uno por cien, el catalizador, ese que hace que la perspectiva cómoda desde la que nos permitimos entrar en estado de terror, de miedo, de repulsión, ese que hace que esa perspectiva cambie y que reinterpretemos de otra forma esas inquietudes.
En este caso es la presencia de un niño, de un bebé. Nos reímos de la pobre o el pobre incauto que sale al bosque sabiendo que hay un tipo que ya ha destripado a media docena de sus amigos, sin embargo, si ese personaje lleva en brazos a un niño... pregúntenselo: ¿el miedo es el mismo?
La causa: la inocencia. El adulto escoge cometer el error, jugársela, sabe los riesgos, sin embargo el bebé es inocente, no actúa, es un elemento pasivo que no escoge sufrir, sino que está expuesto a un sufrimiento sin más, sin merecerlo, sin buscarlo. En nuestro interior, al menos en el de casi todos, todavía queda esa visión de la inocencia, de la ausencia de culpa o motivo.
Por otro lado, a destacar la magistral forma con la que el director juega con el recurso de los mundos paralelos, algo difícil de hacer, puesto que ya ha sido visitado en demasiadas ocasiones
Vean, vean... no les importe saber cómo va a terminar al poco de ver la película, no importa. Yo hace tiempo que no sentía ese temor, ese miedo.