El vampiro de Ropraz es un librito de esos que hay que leer con mesura, con el estómago bien aposentado, preparados para enfrentarnos con la bis oscura, más oscura y primitiva del ser humano.
Aquel viejo precepto que la modernidad (ya ningún espacio, de facto, está aislado, no así las personas, claro) ha desvirtuado; ese viejo precepto, digo, que postulaba que los paisajes definían a los habitantes, se hace real, muy real, en la narración de Chessex. Lo mórbido, lo inhumano, lo fosco, lo supersticioso, aparecen como supuraciones del aislamiento, de un paisaje hosco, ingrato y estéril. La esterilidad de la tierra se concreta en la esterilidad de la piedad y la alegría de sus habitantes; lo agrestre de la tierra hace agrestres, no solo al asesino, sino a quienes se ven ofendidos, vejados e intimidados por su presencia invisible pero omnímoda.
El vampiro de Ropraz no es un libro de terror, no es un librito al uso, pero si es un libro terrorífico en su sencillez y claridad. La belleza de la prosa del autor es el contrapunto, entre absurdo y sorprendente, del contenido cruel que dicha prosa conforma. Su cortedad magnifica ese efecto de martillo eficaz, de martillo del alma. No hay paz al leer el libro, que nadie la busque.
El vampiro de Ropraz es un libro que nos habla de comportamientos, consideraciones, reflexiones y conclusiones que luchamos por evadir y alejar, nos los pone delante con toda crudeza y nos recuerda que el camino a la oscuridad está ahí, al acecho; no solo el sendero que recorre el asesino, sino el camino que luego transitan los testigos y víctimas; nos dice que está más cerca de nosotros de lo que estaríamos dispuestos a aceptar o pensar siquiera.