Hay filias y fobias. A veces aparecen de la mano, inseparables, contradictorias como otros muchos aspectos del ser humano. Dicen que amar es odiar, y del relato de Clive Barker, “El tren de la carne de medianoche”, quizá podamos hacer un cuadro que expone esto que decimos.
Podríamos decir, en un primer acercamiento, que los protagonistas del relato son los dos personajes de carne, hueso y sangre. Pero la protagonista es la ciudad de Nueva York: un ente omnipresente, una sombra que oscurece cada párrafo, que es marco y protagonista.
Hablamos de un relato que bucea, como otros muchos del autor, en los miedos más atávicos del ser humano, atávicos, y por ello impregnados de un sabor animal, primario, que permite ese acercamiento visceral, brutal diría yo, que siempre es plato de buen gusto en dichas obras.
Ya el título no deja lugar a dudas. Sabemos a lo que nos vamos a enfrentar, solo nos cabe esperar que el autor resuelva bien, que algo tan manido como es el canibalismo, la muerte y la explotación más primaria de dicha muerte, nos impacte, nos sorprenda y no caiga en un mero juego de tópicos, de brutalidad por el mero gusto de la brutalidad, de algo tan tristemente en boga como ese irresponsable sentido de la provocación sin otro objeto que superar el límite de una provocación previa.
Y así es. No nos quedamos en la superficie, tampoco lo resuelve de una manera forzada e incompleta… algo que sucede, como ya dije, en la última versión cinematográfica. Y quizá sea esa resolución, el descubrimiento que hace al final uno de los co-protagonistas de aquello que habita las profundidades de la Gran manzana, de quiénes son y qué representan, aquello que más me ha agradado del relato.
Posee fuerza, coherencia y ese ligero grado de trascendencia fluida que a veces se hace necesaria en una creación de terror de tintes sobrenaturales.