Uno de los extremos que más daño le causa a la ficción terrorífica, a mi parecer, es la inevitable repetición de temas; una repetición que apenas aporta novedad, una repetición en la que, con las consignas de que, lo que ha gustado seguirá gustando, o que, lo que ha vendido, seguirá vendiendo, nos lleva a una desesperante espiral de más de lo mismo.
Quizá sea que el fenómeno fandom, friki, fan… como quieran llamarlo, con esa compulsiva necesidad de consumir más y más de lo que uno le gusta, obsesiona o agrada, el que alimenta esta tendencia hacia la calcomanía.
Vampiros, monstruos, asesinos, casas encantadas… patrones trillados, sin renovación, sin una nueva visión, un sesgo que, aunque mínimo, las reactiven y no las deje como una mera reinterpretación más o menos afortunada.
Sin embargo a veces, en algún campo, surge una obra que parece llevar la contraria a esto de lo que estoy hablando. Voy a centrarme en el del cómic, en dos obras,:una nueva y otra algo anterior.
Primero, la serie Treinta días de noche, de la que en breve va a aparecer una versión cinematográfica: una visita al mundo de los vampiros diferente, imaginativa. Los tres tomos que la componen, ya lo comenté en una vieja entrada, son magníficos. Aquí tenemos un esfuerzo por mostrar algo distinto, trabajado.
La más reciente se trata de Lurkers (Norma, colección Made in hell), de Steve Niles y Héctor Casanova, un cómic de zombis, necrófagos, o como quieran llamar, en la que los autores se salen de la línea común que define a estos seres fantásticos. Donde los patrones que los definen son reelaborados con elegancia y eficacia, mostrándonos unos seres escalofriantes a su manera. La verdad es que cuando lo releo termina sabiéndome a poco, termina haciendo que pida más, que los creadores tengan a bien extenderse más, profundizar, darme algo más de ese universo, de esa visión del terror.