
Pocas cosas tienen en común; de entre ellas yo resalto una: la sencillez. la total y absoluta sencillez de ambas obras. La sencillez es rotunda, destapa las limitaciones del autor sin asomo de piedad. Cuando la prosa se limpia de miriñaques y adornos, cuando el creador se desliga de la fanfarria y lo barroco, de los juegos y prestidigitaciones, entonces nos asombra o decepciona con su valía o su falta de empaque.
Hace tiempo, discutiendo entre copas, jarras y humo alguien dejó caer una de esas frases ocurrentes: "hay dos tipos de buenos escritores: los que son capaces de no decir nada y hacerlo con un manejo portentoso del lenguaje y sus artimañas, y aquellos otros que, con un lenguaje limpio narran la historia más trivial y la convierten en una obra de arte...", eso decía, o algo así: la memoria tiende a subvertir y acomodar las cosas del pasado a su uso y necesidad presente.

Pero sigue asombrándome, como es el caso de Krabbé, la capacidad que tiene algunos autores para, sin necesidad de hacer sesudas introspecciones, sin necesidad de decorar el cuadro, de llamar de continuo a lo recurrente, solo mediante los diálogos, las acciones y el devenir simple de la historia, construyen una personalidad compleja y hacen que esta se dibuje con absoluta perfección en al mente del lector. Sigue asombrándome, como es le caso de O'Connor, cómo con un simple relato, dos personajes, una localización sencilla y un lenguaje mínimo se perfila un mundo completo, con sus complejidades y particularidades claras y distintas (como si de un fractal se tratase y toda la estructura global estuviera ya definida en la estructura microscópica).