miércoles, junio 20, 2012

Elogio de la sencillez

Ando a vueltas con un para de libros: los cuentos completos, de Flannery O'Connor y "La desaparición" de Tim Krabbé. Del uno voy picando, fascinado como siempre por el maridaje excepcional y espontáneo que se da entre la literatura y El Sur de los Estados Unidos (es como si esa pedazo de tierra y sus gentes estuvieran bendecidos dentro del alma de los escritores y todo lo que se relaciona con ellos sucumbe con pasión a la atracción de la página y la tinta); del otro apenas me restan unas pocas escalofriantes páginas del escaso centenar que lo componen.


Pocas cosas tienen en común; de entre ellas yo resalto una: la sencillez. la total y absoluta sencillez de ambas obras. La sencillez es rotunda, destapa las limitaciones del autor sin asomo de piedad. Cuando la prosa se limpia de miriñaques y adornos, cuando el creador se desliga de la fanfarria y lo barroco, de los juegos y prestidigitaciones, entonces nos asombra o decepciona con su valía o su falta de empaque.

Hace tiempo, discutiendo entre copas, jarras y humo alguien dejó caer una de esas frases ocurrentes: "hay dos tipos de buenos escritores: los que son capaces de no decir nada y hacerlo con un manejo portentoso del lenguaje y sus artimañas, y aquellos otros que, con un lenguaje limpio narran la historia más trivial y la convierten en una obra de arte...", eso decía, o algo así: la memoria tiende a subvertir y acomodar las cosas del pasado a su uso y necesidad presente.

Disfruto con ambos conceptos de literatura, pero siento devoción por el segundo de ellos, por la literatura que narra sin más, que cuenta algo que deviene y muta; la otra, la literatura que se cierra sobre sí misma, que se enreda en su propia presunción no logra atraparme con la misma intensidad que su amiga pobre..., y digo pobre porque es obvio que la crítica, la élite, el academicismo, hace ya tiempo que tomaron partido por la hermana veleidosa.

Pero sigue asombrándome, como es el caso de Krabbé, la capacidad que tiene algunos autores para, sin necesidad de hacer sesudas introspecciones, sin necesidad de decorar el cuadro, de llamar de continuo a lo recurrente, solo mediante los diálogos, las acciones y el devenir simple de la historia, construyen una personalidad compleja y hacen que esta se dibuje con absoluta perfección en al mente del lector. Sigue asombrándome, como es le caso de O'Connor, cómo con un simple relato, dos personajes, una localización sencilla y un lenguaje mínimo se perfila un mundo completo, con sus complejidades y particularidades claras y distintas (como si de un fractal se tratase y toda la estructura global estuviera ya definida en la estructura microscópica).